El básquet ganó para la historia
Manu Ginóbili
Oro olímpicoSerá para siempre el partido o la hazaña en que unos brillantes muchachos argentinos les pintaron la cara a los gigantes de la NBA en plenos Juegos Olímpicos.
Alguna vez se lo tratamos de explicar sin suerte a alguna mujer que nos miró azorada: podríamos reconstruir nuestra vida a partir de cada hecho deportivo que nos sacudió el alma. Nosotros, los locos por el deporte, seríamos capaces de decir dónde estábamos el día en que Diego Maradona les hizo los dos goles a los ingleses en el 86, o cuando Guillermo Vilas le ganó a Jimmy Connors la final del Abierto de EE.UU. 77, o el día en que Monzón noqueó a Nino Benvenuti, o cuando Carlos Reutemann se quedó sin nafta en Buenos Aires, o el domingo en que la Selección perdió la final del Mundial de Italia y Diego lloró como un chico. Son esos momentos en los que se conmueve el país, en los que el deporte no es patrimonio de muchos sino de todos, en los que la condición de fanáticos no nos diferencia.
Desde ayer, desde un ratito antes de las cuatro de la tarde en la Argentina, cuando en Atenas era noche cerrada y ovaciones conmovedoras, esa lista caprichosa, irrevocable, tiene un agregado. Nos acordaremos mientras vivamos de lo que estábamos haciendo el día en que la selección argentina de básquetbol le ganó a Estados Unidos y avanzó a la final de los Juegos Olímpicos de Atenas. Algunos recordarán que fue 89-81, otros sabrán que Emanuel Ginóbili anotó 29 puntos para una (nueva) actuación consagratoria. Los más detallistas dirán que fue en el gimnasio Olímpico de Atenas ante 14.500 espectadores. Ninguno podrá olvidar ese día mientras tenga uso de pasión.
El básquetbol argentino acaba de hacer historia en unos Juegos Olímpicos, un escenario en el que gente de todos lados anda prestándole atención a un montón de cosas a la vez como si interesara un poquito cada una y ninguna del todo. Y es muy fácil advertir cuándo en unos Juegos Olímpicos ocurre algo fuerte: por un instante, periodistas de todos lados se acercan a los del país protagonista para pedir historias de jugadores, anécdotas, todo aquel detalle que no figure en las guías oficiales. Ayer, cuando la victoria de la Selección sobre lo que alguna vez fue el Dream Team empezó a tomar forma, italianos, estadounidenses, brasileños, españoles, suecos y japoneses convirtieron a los periodistas argentinos en estrellas gracias a otras estrellas. Y a la zona mixta, en la que se esperaba por los basquetbolistas, en algo parecido al infierno.
Ninguno de ellos podrá entender lo que significa esta victoria para el deporte argentino, por mucho que se les diga. No hay modo de explicarles que desde Helsinki 52 hasta hoy no hubo una cosecha olímpica así, otras dos platas aseguradas que bien pueden ser oros, tres bronces y dos posibilidades más que también se dirimirán hoy con Carlos Espínola - Santiago Lange, en yachting, y con Javier Correa, en el canotaje. No sabemos contarles el orgullo que se siente al ver a doce jóvenes abrazarse en un estadio ajeno y enorme, y revolear camisetas, y llorar, y sumar al cuerpo técnico, y volver a llorar, y acercarse por instinto todos juntos al sector en el que otros veinte argentinos agitan banderas y deliran, mientras miles de personas aplauden a quienes, cosas del deporte que ninguna novia entendería, fueron sus verdugos 24 horas atrás.
Pero es así. Se terminó la leyenda del mítico básquetbol olímpico de Estados Unidos, esa que arrancó con Michael Jordan, Magic Johnson, Larry Bird y compañía en Barcelona 92 y se prolongó en tres oros consecutivos. Y se terminó porque un equipo enorme, disciplinado y talentoso, ganador y humilde, hijo de de una riquísima tradición deportiva, le hizo frente primero y terminó humillándolo.
Por un instante más o menos breve y más o menos eterno, en pleno estadio, en pleno delirio, uno se sorprende orgulloso de su condición, lamentando no tener algo celeste y blanco para revolear. Se sorprende buscando compatriotas a quienes abrazar, y buscando cronistas estadounidenses para ver cómo le cuentan lo que pasa al mundo. Surge el apuro por bajar escalones en busca del contacto con los héroes, pero no para esperarlos libreta en mano sino para saludarlos, para decirles gracias, para hacer exactamente lo contrario de lo que se aprendió en las escuelas de periodismo y estar cerca, compartir la emoción, mirarlos a los ojos a 40 centímetros de distancia.
Acaso se viva hoy, en Atenas y también allá lejos, un sábado glorioso. Pero lo de ayer entró en la historia. Nos acordaremos toda la vida de dónde estábamos cuando Argentina avanzó a la final del torneo olímpico de básquetbol. Y lo diremos a nuestro modo: el día en que Ginóbili y los suyos, los de la selección de básquet, les pintaron la cara a los de la NBA. Sergio Danishewsky
Sobró alegría en el vestuario, pero nadie se conforma con la medalla de plata
Después del festejo íntimo en el vestuario, después de jurarse que darán todo por la medalla de oro, los jugadores argentinos trasladaron su alegría a las palabras.

“Esta victoria tiene mejor sabor que la del Mundial —señaló Alejandro Montecchia—. Había que ayudar en la carga de sus rebotes. Por eso fue un triunfo en base al trabajo de todos. Dejamos el alma en la cancha”.
“Es una emoción inmensa —agregó—. Dije que era mi último torneo con la Selección y que quería irme con una medalla. Ya logré el sueño. Es una noche espectacular, pero todavía no terminó. Tenemos una medalla pero queremos una más grande”.
Juan Ignacio Sánchez apeló a la ironía. “Yo me lo imaginaba”, comentó entre risas. “La clave es que no nos dejamos intimidar. Por tener varios jugadores con experiencia NBA, les perdimos el respeto. Son muy buenos, pero nosotros también tenemos talento. Jugamos duro y se demuestra que podemos”.
Para Rubén Wolkowyski, “asegurarnos la medalla de plata es grandioso. Luchamos y trabajamos mucho para esto. Mañana vamos por la de oro”. Con respecto a la charla post partido, contó: “Magnano nos dijo que hicimos algo histórico y que debíamos disfrutarlo, pero que mañana vamos por otro logro histórico. Si defendemos como hoy, le podemos ganar a cualquiera”.
¿Cómo hizo el Colorado para pelear contra Tim Duncan y compañía bajo el tablero? Responde el chaqueño: “Era empujar y empujar, y en alguna pegar también. Los árbitros les permitieron mucho por ser NBA”.
Su compañero de lucha en la llave, Gabriel Fernández, tenía otro método: “Si no marcabas, te colgabas e ibas con ellos para arriba. Dejamos toda la garra”.

“Mañana saldremos a jugar fuerte. Quisiera una revancha con Italia (habló antes de la otra semifinal), porque perdimos un partido ganado en la zona. Esperemos que el Dream Team sea Argentina, con el oro”.
Luis Scola apuntó: “Dominamos de principio a fin porque explotamos sus defectos al máximo. Es un día histórico para el deporte argentino. Es la primera medalla en unos Juegos Olímpicos para el básquetbol. Queremos desquitarnos por no haber ganado el Mundial”.
La magia de Manu volvió a ser desequilibrante
“Estamos increíblemente felices. Me falta una sola cosa y nada más. Vamos por el oro”, dijo ayer la estrella de la NBA, goleador de Argentina con 29 puntos. “Vinimos a ganar el partido”, agregó.
Se elevan sus cejas, se ensancha su boca, y sus ojos, como para no ser menos, se abren de par en par. Y se trepan al instante sublime. Y no se quieren bajar. Cantan y bailan. Como todo su cuerpo. Se empañan de emoción igual que algunos desconocidos que se le acercan y se conforman con tocarle un dedo. Desconocidos, sí, pero argentinos. ¿Con qué aparato se mide la euforia?
Emanuel David Ginóbili ya encabezó la banda del básquet en su recorrido hacia el cielo. Y todos juntos lo tocan. No a él. Al cielo. Están tocando el cielo con las manos y sólo hay espacio para una felicidad rara de tan grande, de tan extrema, que pone la piel de gallina. “¡Qué voy a caer! ¡Dejame! ¡No quiero caer ahora! Ahora quiero llenarme de esto, de todo esto, y quedarme así hasta la final. Después de la final,'sí, voy a tener tiempo para caer y darme cuenta de lo que hicimos”.
El abrazo con Gregg Popovich, el segundo entrenador de Estados Unidos y su técnico en los Spurs, acaba de entrar en el pasado. “Me dijo que ni se me ocurra volver a San Antonio sin el oro...”, cuenta. Habla con Jorge, su padre, que está en Bahía Blanca, a través de una emisora cordobesa. Está bárbara la escena. Arranca la otra semifinal entre Italia y Lituania y él, que tanto juega con la pelota, ahora juega con las palabras y los gestos. Y una sonrisa inseparable lo acompaña como si estuviese celosa de tanta gente que lo adora.
“Esto es increíble, es muy difícil expresarlo con palabras —dice— cuando uno todavía está en caliente, cansado. Pero sabemos que ya tenemos la medalla colgada en el pecho y que vamos por el oro… Nada más y nada menos”.

Manu la rompe, como todo el equipo. Como suele hacerlo, por otra parte. La cuestión, en este caso, es que enfrente está el Dream Team. Este cuco que terminó escondido debajo de la cama por segunda vez por haber tenido enfrente al mismo fantasma llamado Argentina.
Es, claro, quien más tiempo está en la cancha: 32,43 minutos. El pobre Leonardo Gutiérrez sale de testigo en el banco. Manu es, además, quien más puntos convierte (29) y por lejos... El Chapu Nocioni lo sigue con 13. Además, mete cuatro triples en seis intentos. Y entrega talento con su sello, dibujando en el aire ese básquet de alto vuelo que lleva en la piel. “Los tiempos han cambiado —sostiene, sacando chapa de ganador-, a ellos los conocés y sabés que un triunfo no es algo inalcanzable como era, por ahí, hace doce años. Por eso digo que esta vez no vinimos a perder por poco. Vinimos a ganar el partido, sabiendo qué teníamos que hacer y por suerte lo hicimos bien”.
En el tercer cuarto, Argentina está 66-57 arriba (lo de “arriba” parece innecesario teniendo en cuenta el desarrollo del juego), y Ginóbili mete un triple tan cautivante como influyente en el partido. Encima le hacen falta. Y emboca para un punto más. Y estira a 13 la diferencia. “Es un monstruo”, se escucha de boca de alguien que reparte tensiones y felicitaciones al mismo tiempo y que toda su vida pasa como un flash cuando choca su palma con la de Manú, como si lo conociese de toda la vida. Hay decenas de argentinos que cumplen el ritual y entonces las palmas del bahiense piden clemencia.

“No hubo dudas de que merecimos ganar. Me siento muy feliz por haber hecho un juego tan bueno en un momento tan crucial”. Esta es la primera frase post partido que elabora con las pulsaciones un poquito más bajas. Pero no puede con su genio. Por eso enseguida remarca con énfasis y al borde de la emoción: “Estamos increíblemente felices. Me falta una sola cosa y nada más. ¡Por favor! Una sola más. Si todo va bien en la final entonces sí, después de eso no me va a faltar nada de nada.”
Cuando pasa al plano personal afirma que “los 29 puntos son lindos, importantes y cuando uno juega bien obviamente se siente más satisfecho, más tranquilo. Pero te juro que si hubiese hecho cuatro y les ganábamos, no me importaba nada. Porque estamos a un paso de ganar el oro ahora. ¡No de una medalla, del oro!”. Al trazar una comparación con aquella otra victoria ante los Estados Unidos, en Indianápolis, indica que “es distinto porque esa vez les ganamos por el grupo. Pero igual... Este es el segundo triunfo ante ellos pero no es que pierda el sabor. La parte de la historia en que nos fijamos nosotros es que Argentina en cien años nunca había alcanzado esto. Y a nosotros nos enorgullece muchísimo el hecho de ser los primeros”.
“Lo que podamos hacer nosotros en un campo de juego —reflexiona— es muy chiquito comparado con los problemas que hay en nuestro país. Pero si esto ayuda aunque sea un poquito para darle felicidad a la gente, me hace sentir cien veces más feliz todavía”. Suenan Los Decadentes en la noche ateniense. Como lo hicieron en vivo en el casamiento de Manu, exclamando ¡Cómo me voy a olvidar...! ¿Cantan ellos o él? No importa. Total, nadie olvidará. Gustavo Ronzano